20191122

I

I

Descolgué al tercer tono. “Mi padre acaba de morir. Ahí lo dejo”, escucho.
Me quedo flipando un momento. No sé por qué, la verdad es que esto ya se esperaba, debe ser por la manera en que me lo ha dicho. A este hay que conocerlo, y aún así te revienta la cabeza de vez en cuando con sus movidas. Le pregunto si puedo hacer algo. Me dice que el velatorio será en su casa, en la otra casa, no en la que se ha muerto, pero que me acerque ya por allí, me pide por favor. A ver qué voy a hacer, tendré que ir. Espabilo el desayuno y me pongo en marcha.

Varias rotondas más tarde, aparco en la puerta de la nave. La vivienda está dentro, así que no cuenta, una de sus piruetas para no pagar impuestos. Entro y me voy encontrando con conocidos y miembros de su familia. Nunca acierto a entender cómo logro desenvolverme en estos ambientes, me sale un comportamiento no entrenado, a saber si es herencia genética tras siglos de cristianismo. Subo las escaleras y me encuentro con que tienen al padre tumbado en su cama, pilla justo de frente, como para no verlo. Qué extraño es mirar a un muerto. Si lo conociste vivo, más extraño aún. “Dale un beso a mi madre, ¿no?”. Joder, es verdad. Reparto pésames a la madre y a las hermanas con más o menos atino y enseguida nos bajamos, salimos a la campa donde el perro está de los nervios, tirando de la cadena, se arranca la cabeza o escapa, una de esas dos, pienso sin decir ni mu, mira si sabe el animal lo que se cuece. Éste me mira con una sonrisa torcida. Está claro que no sabe cómo comportarse, desde luego se esfuerza para hacerlo con dignidad, o lo que él cree que es dignidad, cuando ninguno de los que estamos allí tenemos ni puta idea de lo que es eso ni nos interesa. Saca el costo y se lía un canuto. Verás tu qué ciego pillamos hoy, me digo, conociéndolo como lo conozco. Sin decir ni una palabra, nos fumamos el porro. Mientras, no para de sonarle el Nokia, la peña quiere saber por dónde pasarse, o eso me figuro mientras le escucho decir que mejor vayan directamente al pueblo.

Debe ser el velatorio más largo y más coñazo de mi vida. Entre los de aquí y los emigrados super amigos que se cogen el coche y se acercan, esto es un no parar. Anda que no les ha venido bien que estemos a viernes, de finde al pueblo y encima quedan bien. Me paso el día deseando que se haga denoche de una vez, así por lo menos no nos verán liando porros como si no hubiera un mañana en la puerta de la casa del muerto. Y así pasa: oscurece y ya me da igual todo. Le oigo hacer otro de sus encarguitos por teléfono, ya me estoy viendo venir el percal. Efectivamente. Allí dejamos el desfile de plañideras y falsos dolientes, qué falsa es la gente, por cierto, qué panda de mentirosos. “Venga, nos espera Pedrito en el cruce”.

Pedrito, dice. Lo de los motes te puede llegar a asegurar la juventud eterna, a ti y a tus descendientes, que eso se hereda. El Pedrito tiene canas en los huevos, me juego la china que llevo en el bolsillo a que no me equivoco. Canas y unas papelas de farlopa es lo que tiene, el capó de su coche se convierte en una factoría de rayas y me pillo pensando que, si rascásemos la coca que hay conservada detrás de las letras y los números de esas tarjetas, habría para colocar a todo el pueblo, no sé cómo no se las tragan los cajeros. “Estás en babia, ¿te quieres meter o qué?”. A tomar por culo, a ver ese billete. Con la mierda de música bacala del Pedrito y el plan de noche que tenemos, no puedo pensar en una buena razón para no atizarme la tocha. Y así toda la noche. En algún momento de la madrugada, de vuelta en su calle, me mete un rollo de cocainómano ególatra que te cagas, mira que es tonto este tío, y remata con un “hazte otro porro, y échale bien ahí, que mira cómo voy”. No te jode. Si no lleva un gramo por la tocha no lleva nada. Me asomo de vez en cuando al cuarto donde está el muerto, yo con mi ciego imaginando que levanta la cabeza y ve el panorama. Primero pienso que se moriría otra vez, en otra versión lo veo levantarse y unirse a la fiesta, ante el estupor de todos los pelotas que abarrotan la casa, hipócritas de mierda. Me descojono con la estampa y me pongo a quemar, pero poco, que yo también quiero fumar y no quiero dormirme. A este que le jodan, no haberse metido tanto.

En esas que empieza a clarear. Esa luz es el anuncio de la maldita resaca, cómo no vamos a odiar madrugar todas las personas de bien. A esos que dicen que les gusta aprovechar el día habría que explicárselo. Si te cunde el día, señal que has desperdiciado la noche, pringao. Me bajo a mi casa, necesito una ducha y ponerme ropa que no apeste a fiesta, que vamos de entierro. Lo hago rápido, me quedo un momento mirando lo que tengo dentro del armario y pienso que vaya mierda de ropa compro, tengo el gusto en el culo. Me pregunto si algún día podré poner remedio a eso, mientras tiro hacia la iglesia al paso de las campanas, que ya doblan. Veo llegar el coche con la caja. Vaya coche, el menda de la funeraria podía gastarse la pasta en algo más presentable, este parece que lo han hecho con escuadra y cartabón, viejo como él solo.

Saliendo del cementerio me suelta un “aquí está todo el pescado vendido”. No llego a saber si es frialdad real o se hace el duro, siempre me ando preguntando qué coño tiene este muchacho en la cabeza. “Voy a llevar al tío de mi madre, ¿vienes?”. A falta de mejor plan, me apunto. Aparcamos en la puerta de la campa. Abre la nave y pasamos los tres. El buen hombre se va directo a la sala y se sienta a ver la tele. “Vamos arriba un momento”, subo las escaleras una vez más y diviso la cama vacía donde hace unas horas había un muerto. Le veo entrar taciturno en la habitación y le sigo. Cierra la puerta tras de sí y me mira serio, luego inquisidor, luego con una sonrisa torcida en la cara. Se me pega mucho, se inclina y me mete la lengua en la boca. Se separa, me mira como esperando una reacción, pero nada, me he quedado inmóvil. Me estampa la cara contra la pared y se pega mucho, restregando su erección por mi espalda. Me da la vuelta otra vez, mete su mano dentro de mis pantalones, arranca a jadear, me los baja, me quita las bragas y me dobla sobre la cama. Me la mete un poco y luego me tumba boca arriba, siempre ha sido un clásico. Mientras se afana, me pregunto si su padre nos está viendo, o si está aquí mismo viendo el culo de su hijo subir y bajar, o hasta fornicando con nosotros. El muerto al hoyo y el vivo al coño, me digo con toda la sorna del mundo. No despego los labios y espero con menguante paciencia a que se corra para poder fumarme un porro más, mientras me pregunto cómo es que me importa un carajo que me follen en la cama de un muerto.

20191121

Berlín

Berlín, puente de diciembre 2018

Madrid, 02:00 h.
Mientras pongo el lavavajillas y escucho Stravinsky, decido pedir un taxi para ir al aeropuerto.
Paso del yellow, no estoy de humor. Abro de par en par todas las ventanas para que se vaya el olor a comida y me acurruco en el sofá bajo mi manta. Con el despertador puesto a las 04:00 h, decido dar una cabezada. Tengo una pesadilla que no logro recordar.

Madrid, 04:30 h.
Un taxista búlgaro y yo surcamos la M-30, la M-40, hasta sumirnos en una niebla espesa que pensaba que solo existía a orillas del Tajo o del Támesis (los ríos con T pueblan mi vida). El paisaje urbano que alcanzo a ver por la ventana da un poquito de miedo. Pero más miedo da lo que se oye dentro del taxi. ¿Sabes cuál es el mejor jefe?, me pregunta con su marcado acento del Este. No, cuál, pregunto. El que está muerto. Se me hiela la sangre, se me entreabre la boca. Un poco drástico, ¿no? No, te explico por qué. Su razonamiento no merece la pena. Mi mente se pone a divagar, va de Francia a UK, recuerdo un documental que vi ayer sobre los primeros tiempos del partido nazi, antes de que ganasen elecciones, pienso en que en unas horas estaré en Berlín. Este viaje promete ser una oportunidad para reflexionar sobre los derroteros del mundo en el que vivo, que son los mismos del mundo en que vivieron mis abuelos. Solo dos generaciones atrás, todo esto ya pasó. Terminó mal. Me agobio. A ver si llegamos ya a Barajas.

Madrid, 05:00 h.
En el aeropuerto no se ve un pijo. En momentos como este me pregunto por qué me aparté de las ciencias puras. Me gustaría haber estudiado alguna ingeniería que me ayudase a entender que aunque haya niebla no pasa nada, que los aviones llevan tal o cual sistema que los hace inmunes a estos accidentes meteorológicos, que todo va a ir bien. Qué yuyu.

Madrid, 5:40 h.
Me he sentado a escribir como antídoto contra el sueño. Ya dormiré en el avión. De todos modos, aquí sería imposible, la gente no deja de levantarse y sentarse y toda la bancada se mueve como si la estuviesen atizando con un palo. Somos del género imbécil, pensamos exclusivamente en nuestro propio culo y en lo que nos ocupe en cada momento. Normal, entonces, que pasen las cosas que pasan. Que gane Vox en Andalucía. Andalucía es nuestro TrumpGate. Andalucía es nuestro Brexit. Andalucía es nuestro chaleco amarillo. Houston, tenemos un problema.

Berlín, 10:00 h.
Estoy viendo que me subo en el tren que no es. Me acerco a una pareja de policías y, de la nada, aparece el idioma alemán estudiado hace tantos años. Entschuldigung, digo sin prepararlo. Para cuando me doy la vuelta siguiendo las instrucciones recibidas, voy sonriendo de satisfacción. Con qué poquito nos contentamos los idiotas conscientes.

Berlín, 11:30 h. Estaba escrito, al final la lié en el metro. Es igual, ya he bajado en Spittelmarket y vuelvo a sonreír, como si volviese a mi barrio de toda la vida. Ahora ya sé dónde estoy, conozco bien esta zona, voy directa a la puerta del piso Airbnb. Sé exactamente dónde está.

Berlín, 12:00 h.
Sorpresón. Me he colado en la vida de una familia alemana, más o menos de mi quinta, que celebra esa noche la cena anual navideña con familia y amigos. Clara me enseña un aparato que al principio creo que es una incubadora, pero no, es una máquina que cocina. Muslos de pato. La cena. Me invitan. Se me entreabre la boca por segunda vez hoy. Qué cosas pueden llegarte a pasar si sales de casa de vez en cuando.

Berlín, 14:00 h.
No puedo más. Me echo a dormir mientras la hija de Clara berrea en alemán por la casa. Como no la entiendo, se convierte en parte del ruido ambiente y al final me duermo.

Berlín, 17:00 h.
Los invitados empiezan a llegar. ¿Pero no era una cena? La vida del norte... Ahora me da cosa salir de la habitación. Y tengo que ducharme. ¿Habrán sacado ya la máquina cocinadora del cuarto de baño? Oigo muchos niños, ahí fuera hay mucha gente. Me tengo que poner en marcha, quiero estar a las seis y media en la Philharmonik paladeando el ambiente.

Berlín, 18:50 h.
Para no perder las costumbres, al final salgo tarde de casa. En Postdamer me doy cuenta de que no llego, que estoy en Alemania y que van a empezar muy puntuales y me van a mirar fatal por llegar tarde, van a adivinar que soy española, voy a contribuir al maldito estereotipo. Ni hablar, tiro de piernas y salgo corriendo. Llego a la explanada de la Philharmoniker y aún hay mucha gente entrando, todo controlado. Entro en el edificio, en el que he pasado bastante tiempo ya, la sensación es de reencuentro con un amigo, voy del tirón hacia la entrada a mi sitio y lo ocupo. En el escenario están los contrabajistas dale que te pego a las cuerdas, tienen que tocarlas un rato antes para no desafinar. También está Alberch Meyer, el oboísta principal. Le veo agobiado con las cañas, parece haber entrado en uno de esos círculos viciosos mentales en los que de pronto ninguna caña te suena bien, además hay saliva dentro del instrumento y las notas no suenan limpias... Me preocupo. Esto pinta solo regular.

Berlín, 19:05 h.
Ya están todos en el escenario, incluido Ottensamer, qué contenta. Gergiev también, la presencia de este ruso es de las que no pasan desapercibidas. Comienza a sonar Debussy, su Prèlude à l´après-midi d´un Faune. Una de mis piezas favoritas. Y de pronto, el caos: en el primer solo del oboe, la saliva se hace presente y la nota suena apagada y con la vibración que el maldito líquido produce al taponar el agujero de salida del aire. Se me abren los ojos como platos y me empiezan a sudar las manos. No me lo puedo creer, ¿cómo es esto posible? Recuerdo a mis profesores diciendo que estos accidentes le suceden al más pintado y me sorprende que tuviesen razón tan literalmente. En las partes más intensas de la obra se me caen las lágrimas de emoción. Es una obra increíble, la estoy escuchando en una ciudad con la que tengo una relación cada vez más especial, tocada por mi orquesta favorita en una sala de conciertos por la que han pasado los mejores, empezando por Karajan, que dejó su toque en los añadidos para mejorar el sonido. Karajan, el que un día subió a un taxi y cuando le preguntaron "a dónde, maestro", respondió "a donde usted quiera, me esperan en todas partes". Frente a individuos como ese, los demás parecemos transcurrir en un gris lamento legato.

Berlín, 22:00 h.
Vuelvo a mi casa alemana temporal flotando en una nube. El concierto ha merecido mucho la pena. A mi lado había una pareja china, ella ha dormido casi todo el tiempo, debe haber ido para contentarle a él, que para no caer frito como ella no ha parado de frotarse unas manos secas que sonaban como si tuviesen amplificador. El silencio absoluto en este tipo de salas de concierto convierte los sonidos de una vida normal en representaciones de un supuesto trogloditismo que es en realidad la creación de una panda de snobs que no parecen saber que lo que sale por su culo es exactamente igual que lo que sale por los demás culos.






No entiendo nada

Ya sumo unas horas mirando de erre ojo a mi alrededor, intentando entender qué está pasando. Si tuviese personalidad múltiple, ahora estaríamos mirándonos todas con cara de confusión.

Hace dos días me sentía yo muy Hulk, capaz me veía de reventar la camiseta de lo hinchada que estaba de vida. Hoy soy un Carpanta cegato y hambriento, como si me hubiesen cruzado la cara con la cola de una merluza: mi desorientación a estas horas es máxima.

Hay veces que se da así, supongo. Tengo la sensación de haber vivido una realidad inventada en mi cabeza, aunque sé que no, la culpa la tiene el baile de certezas propias y ajenas. Pero... ¿tan distintas? La lógica me dice que no, que no puede ser, que tiene que haber algo más. Y es tan cansado buscar justificaciones. Es un trabajo de creación que desgasta y monopoliza la mente, no la deja respirar, la añurga y aturde. La desdibuja.

Luego está el esfuerzo ímprobo y pese a todo improductivo que a veces hago para no tener que extender los brazos y agitarlos en busca de equilibrio, porque justo en ese momento hace mucho frío y parece mejor idea dejarlos arrimaditos al cuerpo. Así me embarco en la búsqueda de respiraderos, ignorando descaradamente la cabezona realidad, negando el final, siguiendo, insistiendo, erre que erre, hasta el agotamiento.

Siempre odiaré las despedidas.
Y otra

Otra vez ese olor
esa sensación en la boca del estómago
ese conjunto de sonidos
el ruido de la vida siguiendo su curso sin mí.

Otra vez ese aire frío
esa sensación en la piel de la cara
que no logro despegar de la almohada
y que en un rato más cubriré con maquillaje para que no se me note el hastío.

Otra vez esa luz mañanera blanquecina
que me arranca del abrigo de la nocturnidad
donde transito vestida de pardo, ajena a lo imposible
en ella la mentira no existe y planeamos ir a París
y nos hacemos cosquillas
perfectamente ajenos a esta adultez
al sabor rancio de nuestras vidas mal construidas
al amargor perenne de los caminos que quizá no debimos transitar
tan mal diseñados que, por no tener, no tienen ni salida de emergencia.

Qué páramo, joder.

20171121

He intentado recordar en qué año vi Fahrenheit 451 para empezar este texto con aires de solvencia pero no he podido. Sí sé que fue a finales de los noventa. Acababa de incorporarme al mundo laboral y esto supuso un cambio radical de vida: del norte de Europa, donde fui Erasmus, a la España profunda. De una universidad extranjera en la que ya existía el concepto intranet a un pequeño pueblo en el que había dos líneas de conexión a internet: la del ayuntamiento, que era pionero en ese aspecto y el único de la comarca que se había lanzado, y la de mi casa. Me conectaba con uno de esos modems que sonaban a robot futurista y te dejaban sin teléfono mientras navegabas, o lo intentabas, ejercitando la paciencia frente a pantallas en blanco gestionadas por los primeros Pentium. Otros tiempos.
En ese contexto,  usaba mis primeras nóminas para construir los cimientos de mi biblioteca, que incluía material audiovisual. VHS, vamos. Era la época en la que los periódicos llevaban a los lectores remotos como yo la posibilidad de acceder a una cultura que, en aquellos años, estaba a decenas o cientos de kilómetros de casa, dependiendo de dónde viviese uno. Gracias a aquella moda coleccioné con éxito, y aún conservo, los mejores títulos de novela policíaca, negra y cine universal.
Fahrenheit 451 quedó grabada en mi sensibilidad como una película desagradable. En aquella época no había oído hablar del tal Ray Bradbury y aquella historia me pareció demencial. ¿Quemar libros? ¿Hablar con la tele? ¿Pero qué le pasa al que ha creado esto? No tenía a mi alrededor nadie con quien hablar del mal trago que aquella película me había hecho pasar; hoy me doy cuenta de que sí había una o dos personas con las que podría haber hablado de ello, pero en aquel momento no supe reconocerlas y viví mi angustia en silencio.
A lo largo de los años he estado tentada de deshacerme de la dichosa cinta varias veces, tantas como mudanzas he vivido. Sin embargo, algo en mi interior se ha interpuesto y ha evitado que cometiese semejante error. Lo cierto es que la cinta dirigida por Truffaut es una digna adaptación de la distopía imaginada por Bradbury a principios de los 50. Acabo de volver a verla, después de 20 años de trauma, justo después de leer el libro, y estoy en condiciones de decir que he superado mi bloqueo con Fahrenheit 451. Ahora ese trauma lo tengo con la sociedad en la que vivo y que tanto se parece a la imaginada por Bradbury. Y es que esta historia calificada por las librerías de ciencia-ficción y que tan loca me pareció a mis veintitantos, se ha hecho realidad a mis cuarenta, lo que me da miedo, mucho miedo. Bradbury anticipó el engaño a las masas a través de aquellas grandes pantallas y los familiares, tal y como pasa hoy con internet y sus algoritmos capaces de que unas elecciones sean ganadas por Trump, o con Telecinco y sus Sálvame, donde una falsa interactividad conduce los pasos de los incautos y absortos ciudadanos; el Gran Hermano no es más que la persecución a Montag televisada, convertida en espectáculo y a la vez en fiesta ante un moderno cadalso que ajusticia a la oveja descarriada; el alejamiento de las personas de aquello que las hace independientes y libres, que no es más que el conocimiento, se ha hecho realidad.
Hoy he superado un trauma pero he incorporado otro más profundo y doloroso a mi día a día.
Como para salir de casa.

20171015


Han pasado 20 años desde la última vez que me escribiste. Que no cunda el pánico, no llevo todo este tiempo atesorando esos dos folios para hoy, finalmente, dar rienda suelta a una suerte de locura cocida a fuego lento. Aunque sí reconozco que últimamente he vuelto a releerlos y a reflexionar, ya con la sangre enfriada por el tiempo y la cabeza mejor amueblada (o eso me digo), en lo que en ella me dices y en cómo llegaron nuestros derroteros a colisionar y salir despedidos en sentidos distintos, pese a que las tripas nos propusiesen rutas más parecidas.
Hace dos decenios me jodió lo que pasó. Mucho. En la parte del balance positivo, creo que me arrancaste la primera reacción madura de mi vida, consistente en enfundarme el adios, asumir que me tocaba peder, buscarme una muleta para poder seguir andando y mirar adelante confiando en que dejaría de doler algún día. Antes de llegar a ese punto redacté varias réplicas, intenté defenderme en papel y justificar que los sueños eran realidad y la realidad está hecha de sueños y que vivir soñando es para valientes. Como ya sabes, nunca salieron de mis manos y todas fueron a la basura. Casi mejor, ¿recuerdas cómo me las gastaba entonces? Te puedes imaginar el tono... puro drama. Formaron parte del proceso de aprendizaje al que aquellos dos folios me sometieron. 
Entonces era inimaginable que existiese un 2017 en el futuro. Pero estaba y, afortunadamente, lo hemos alcanzado como cada uno queríamos, ¿no crees? Me embarga una sencilla felicidad cuando pienso en ello, me siento y vuelvo a redactar esa réplica que nunca mandé, pero ahora, como ya pasó en aquel octubre de 1997, no va el tema de dos chalaos montados en una nube contando cómo pasa la vida, los actores se han ido multiplicado y ha cambiado el cuento. Ambos tenemos gente de la que cuidar. Por eso, ni entonces ni ahora, irá más lejos de un borrador sobre mi mesa. Curioso esto último: preguntándome si tendría algo que contarte en 2017, tuve que coger boli y papel. Mirando una pantalla en blanco me quedaba tal como ella. Porque nuestro idioma fue otro.
Con toda una vida transcurrida desde entonces, siento mucho cariño al pensar en aquella relación epistolar tan especial, tan visceral, tan arrebatadoramente encantadora que surgió entre nosotros. Leyéndote aprendí a admirarte profundamente, a respetarte y a quererte. Me bebía aquellas cartas e incorporaba a mi vida inmediatamente cualquier canción o libro que mencionases. Eras una presencia etérea y a la vez absolutamente real en mi día a día. Las sensaciones cuando intuía tu letra a través del ventanuco del buzón son irrepetibles y debería ser obligatorio que todo ser humano las sienta alguna vez en su vida. Nadie me enriquecía de esa manera pese a la distancia física, que era como el mismísimo muro de Berlín; sin embargo, nos la pasamos por el forro con cartas que eran puro extraperlo en aquellos años en los que para recorrer 560 kilómetros bien podrían haber puesto un Transiberiano. Deja que te dé las gracias por tan preciosos momentos, a ratos épicos, a ratos bovinos, con ese surrealismo cargado de verdades como puños que se puede parir cuando uno se revuelve para sacudirse el cascarón. 
Me consta que sí tendríamos mucho de qué hablar, porque sé sobre qué punto de partida se ha construido el hombre que hoy eres, y solo puedes seguir siendo una persona de las que a mí me gustan. Yo, me temo (;-), también me he convertido en lo que se veía venir, y supongo que si te caí bien una vez, puedo hacerlo dos, ¿no? Quién sabe, quizá la vida nos vuelva a hacer coincidir una noche más y nos deje sentarnos en un escalón cualquiera a charlar otro rato. Hay personas a las que siempre se (h)echa de menos.
En fin... No me lo tengas en cuenta. Pisar demasiado en firme hace que me duelan un poco los talones. 
Un beso grande.

20170717

Cosas que pasan cuando bebo sola



Patricia ha entrado en el mismo bar en el que me bebo una cerveza mientras espero a recoger la moto reparada. Ha llegado a la barra y ha pedido una caña y aceitunas "de esas", señalando una fuente de olivas sobre la barra, muy aliñadas. Es una chica nerviosa: no deja de mover las piernas repetitivamente. No se sienta, da charla al camarero haciendo unos comentarios sobre fútbol para mí inconexos. Sospecho que el camarero tampoco le sigue porque no responde con demasiado entusiasmo y da por finalizada la conversación, con lo que ella se dedica a roer las aceitunas con la mirada perdida.
 Patricia debe medir metro y sesenta, y fácilmente pesa noventa o cien kilos. Me pregunto cómo es su vida, de dónde viene a esta hora en vaquero y jersey lila, si la esperan para comer, si le cogen la mano alguna vez, si se siente querida. Y cuando estoy en esas me dice que le gusta mi pelo, mirándome con una sonrisa que pide a gritos un poco de charla. Me lanzo a darle explicaciones sobre el lado oscuro del pelo platino y después de que nos sobrevuele un ángel, llamo al camarero y le pido otra caña para cada una y sigo escribiendo. Por supuesto, pido las famosas aceitunas, que no están mal. "¿Sueles venir por aquí?", le pregunto. A veces. Pero lo más duro de su respuesta es su reacción física, empieza a moverse mucho, que es lo que hago yo cuando una situación me hace sentir vulnerable.
 Me cuenta que ella tiene mucho pelo y prefiere hacerse una coleta, yo le aseguro que envidio eso porque siempre he tenido poco y demasiado fino.

Así termina la conversación con Patricia. Cuando voy a pagar me dice que ya lo hace ella. "De eso nada, el que pide, paga".
Creo que Patricia, además del peso, tiene algún otro asunto que le debe hacer la vida más dura de lo que probablemente merece. Me ha parecido una chica simpática, desde luego es risueña. Hay verdaderos supervivientes ahí fuera que nos dan lecciones de simpatía, de agrado, de comportamiento, de ánimo, que los que tenemos todo de cara olvidamos con frecuencia, si es que alguna vez lo supimos.
 Espero que te vaya muy bien, Patricia.

La mujer de la limpieza

Veo a Isabel hasta tres veces por semana. Es la persona que se encarga de que no nos coma la basura en mi lugar de trabajo. Isabel es una mujer peculiar: bajita, corpulenta, pelo largo y sonrisa amplia. Al trato puede resultar ruda al principio, pero escarbando aparece una tipa cariñosa, preocupada por los suyos (tiene muy claro quiénes son los suyos), enamorada de su “chiquitín”, simpática y con un punto de inocencia que me encandila.

A Isabel le ha pasado de todo. Su historia es la de una persona que ha confiado varias veces y siempre le ha salido mal. Rematadamente mal, de hecho. Su familia directa le ha dado la espalda después de arruinarla, si es que se puede arruinar a un pobre. Dos hombres han pasado por su vida, dándole sendas hijas antes de abandonarla. Sin embargo sigue probando, sigue creyendo en los que la rodeamos, la media hora que está por aquí es la más luminosa de la jornada, la alegra con su actitud siempre esperanzada y presta a la diversión. Unos días charla sobre sus hijas, otros sobre movidas con alguno de sus indeseables parientes, otros directamente me sopla a cuántos tipos con corbata que no conoce ha visto en la central y elucubra sobre qué se andará cocinando en los despachos de esta empresa. Es muy teatral al hablar, imposta la voz y gesticula, viviendo cada frase de su discurso. Tiene muy mala letra pero esto en el whasapp no se nota, todo controlado. Hace poco me contó que tenía un retraso, y lo hizo como si estuviese en su juventud más plena, feliz, hablando de lo contento que estaba el “chiquitín” ante la posibilidad de ser padre. Quedó la cosa en falsa alarma, lo que me alivió, porque estamos hablando de una mujer más cerca de la menopausia que de la adolescencia que sí viven ya sus hijas, para entendernos. 

Hay días que me apetece abrazarla y darle las gracias por las lecciones de saber estar que me da esta mujer sin preparación pero con cicatrices en las costillas. Me inspira descubrirla tan contenta cada vez que la veo. "¿Qué tal, Isabel, todo bien? Siempre bien. Es una tipa increíble. Entonces la abrazo.

La cerveza de la una y media

Tomás es un tipo peculiar. Como el bien dice, tiene canas y hace tiempo, con lo cual hay privilegios que tiene conquistados. Yo también debo de haberme ganado alguno, porque se toma los botellines de la una y media conmigo.
Para su generación es bajito, pelo abundante que peina hacia atrás, tiene una de esas bocas llenas de dientes con labios finos que cuando ríen lo copan todo. Su voz es exactamente igual que la de cierto personaje de este país que, actualmente, se deja oír en radio los fines de semana (vale, lo digo, es Iñigo). Le conocí hace muy poco tiempo. Por esos entonces su hija estaba ingresada con problemas gordos en algún hospital, afortunadamente pasaron, capítulo cerrado. Cuando me vio surcar el asfalto madrileño en moto me contó que su hijo lo marea para que le deje tener moto y que él se niega en redondo. Nunca sé qué contestar cuando topo con este comentario tan frecuente, noto una responsabilidad sobre la seguridad del que encuentra la prohibición que no me deja manifestarme del todo, así que suelo responder contando mis historietas al manillar, que por fortuna (y que así siga mucho tiempo) son pecata minuta.
Tomás ha pasado por toda clase de vicisitudes laborales, algunas parecidas a las mías, y sé por eso que no habrán sido de agrado. Sin embargo viene a currar con el mejor de sus semblantes, su carcajada es la única que se oye, de vez en cuando para no desentonar demasiado, en la oficina. La suya y la mía, en realidad, porque hay cosas que no deberíamos dejar de hacer nunca, le joda a quien le joda. Gracias a él estoy conociendo mejor a los otros. Gracias a él he rememorado el ascazo que me dan las personas envidiosas, los que no saben quiénes son y mientras se hacen preguntas van jodiendo al resto. A él le debo el despejar alguna incógnita sobre mí misma que tenía aparcada, porque cuando surgió lo atribuí a la estupidez ajena; ahora veo claramente que efectivamente era estupidez, y no mía.
Pero sobre todo, sobre todo, le debo el lujazo de beberme un botellín a la una y media con la conciencia bien tranquila, el trabajo avanzado y en buena compañía, mientras los cojos mentales tiritan frente al ordenador sin entender el significado de la fraternidad, del buen rollo, de la admiración mutua, de la confianza en el entorno, del buen vivir.


Viviré bien con Tomás, todo lo que pueda. Y punto.

Adrián, he pensado que para qué intentarlo más (olvidar)

Adrián tenía 17 años cuando compartíamos pupitre en el instituto. Moreno, ojos marrones, dientes difíciles pero simpáticos, alto, espigado, que diría mi abuela. Solía vestirse con pantalones pesqueros, arrastrando esa moda de los 80 que imponía además hacerlo con calcetín blanco, dios los tenga a ambos en su gloria. Era buen estudiante, buen deportista y gran bebedor de botellines. Era de pueblo, así que costaba entenderle al hablar, y no es una maldad, es que no vocalizaba ni a tiros. Me pasé un curso entero disfrutando de su compañía a mi siniestra, qué divertido era este muchacho. A él le debo rasgos clarísimos de mi personalidad, alguna pasión musical y carcajadas a docenas. Recuerdo una clase de literatura de la que nos echaron al pasillo, no podíamos parar de reirnos. Quién sabe por qué, ni idea, imposible que lo pueda llegar a recordar ya. Luego entenderéis por qué. Lo que sí es imborrable es la juerga morena que nos pegamos los dos, momento de risa floja e incontenible, lagrimones a go-go: castigo asegurado.

Durante la mítica excursión de fin de curso, en este caso a Mallorca, hubo sus más y sus menos, como corresponde a la vida de cualquier adolescente que se precie. En medio de todo esto recuerdo con especial cariño y dolor una noche concreta. Luego entenderéis por qué. Trancurrió la conversación que os voy a contar en la barra de una discoteca, Joy se llamaba. Duró desde que llegamos hasta que cerraron, la pista ni la pisamos, claro. No sabría decir cuántos botellines cayeron, pero aseguro que unos cuantos. Habamos de lo divino, de lo humano y, como corresponde a los estudiantes de COU, de nuestro futuro. Yo era la típica repelente que aseguraba que moriría antes de los 30. El, muy indignado, pretendía sobrepasarlos de calle. Así que, en plena euforia alcohólica, decidimos sellar un pacto: él me felicitaría mi 30 cumpleaños cuando llegase el correspondiente 9 de abril, y yo haría lo mismo cuando llegase el 13 del mismo mes. Nos dimos la mano como caballeros y pasamos al siguiente botellín.
La Nochevieja previa a mis 30 recordé este pacto con nerviosismo. Nos habíamos perdido la pista pero no se me había olvidado el acuerdo. Pasó enero, llegó febrero, y una mala mañana sonó el teléfono de la oficina. Era mi madre, que estaba en la emisora preparando las noticias del día. "¿Tu conoces a un tal Adrián?". Se me heló la sangre. E hizo bien.
Adrián acababa de morir en un accidente de tráfico, dos meses y algún día antes de cumplir sus 30. Me costó llorar. Me costó respirar. Me costó creer. Aún no puedo, aún me aseguro cuando me cruzo con alguien que lo conoció. Y aún sigo, desde ese día, trece años después, prohibiéndome terminantemente desperdiciar más tiempo del estrictamente necesario en vanalidades, aún sigo esforzándome por apreciar cada día que me toca vivir. Porque a estos amaneceres yo ya había renunciado, tirándome un rollo Cobain que no me pegaba nada, y sin embargo Adrián los quería, los deseaba con aínco, para seguir jugando al fútbol, para seguir disfrutando de su novia, de su pueblo, de sus romerías, de sus amigos, de su familia, de sus botellines. No fue así. Ahora soy yo la que vive esa oportunidad que la muy puta de la vida me ha dado a mí y no le ha dado a él. Lo siento, Adri, lo siento tanto.



(Dedicado a Juan Pablo Bertazza. Por aquella noche madrileña post-París en la que nos contamos algunas cosas importantes de la vida mientras Laura skypeaba con Buenos Aires).

Practiquemos el perdón (si viene a cuento)

Todos tenemos a alguien así en nuestras vidas: una de esas personas que se hace querer, que a veces nos saca de quicio y nos obliga a hacer esfuerzos ímprobos para no odiarla, que cuando nos lleva a ese extremo, a veces demasiado a menudo, tenemos que buscar mil y una formas de justificarla, las buscamos consciente e inconscientemente, y casi siempre las encontramos. Otras veces sucede que nos pierde la adoración, supongo que por aquello de que el amor es ciego, quién sabe. 

Con esa persona, suele pasar, gastamos una parte importantísima de nuestro tiempo y, claro, aunque el roce haga el cariño, también hace amores reñidos. Por ella y con ella reímos, pensamos, lloramos, sufrimos y nos divertimos cada vez que la ocasión lo permite. Su juicio es el que más tememos, por eso lo evitamos, le escondemos la cara, cualquier excusa es buena para no oírlo.
Si todo va bien, la sensación no puede ser más placentera: flotamos en el aire porque esa persona nos quiere, nos mima, nos piensa guapos y se enorgullece de nosotros. Cuando las cosas se tuercen llega la falta de apetito, la cabeza baja, los desvelos, las ojeras, los pies que se arrastran por el suelo, el desaliento y el vacío que produce saberse rechazado, denostado, penalizado, enjuiciado.
La verdad es que, me parece a mí, todo sería más fácil si ambas partes hiciesen un esfuerzo por conocerse mejor, por entender lo que a cada uno le sucede y por qué. Lo más importante, y esto lo aprendí de un buen amigo, es practicar el perdón. ¿Por qué no perdonar a alguien tan próximo lo que seguramente disculparíamos a cualquier otro de los que andan ahí fuera, conocidos y desconocidos?


Llegados hasta aquí, ¿sabéis ya de quién os estoy hablando? Exacto: de nosotros mismos.

Grecia: brothers in arms

Es El País el que se ha hecho esta pregunta: "Y si Varoufakis tiene razón?". Economistas de orígenes muy diferentes coinciden en lo mismo: las exigencias fiscales a Grecia son inalcanzables y la reestructuración debe llegar. 
Personalmente, como alguien que ha participado en alguna que otra reestructuración de deuda (sí, existen y son un camino excelente para evitar la quiebra de una familia, de una empresa, de una nación, y de paso la de sus acreedores) y como ciudadana europea que soy, querría que alguien me explique por qué se tensa el futuro de Grecia y se permiten reacciones como la fuga de capitales de esta semana: cuatro mil doscientos millones de euros. 4.200.000.000 €. Parece que con números es más fácil hacerse una idea del desastre. ¿A dónde han ido? ¿Quién se está beneficiando de la fuga? Me interesan mucho las respuestas a estas preguntas. Los que pierden sabemos quiénes son: los de siempre.
También me gustaría que la jefa de los criminales, Lagarde, directora gerente del FMI, me explique qué autoridad es esa que le ha dado el organismo que representa para sacar de contexto el discurso político de un país socio que se ve contra las cuerdas y para burlarse a continuación de un Ministro europeo elegido democráticamente, y no a dedo como ella. Burlarse de ellos es burlarse de nosotros. En España resumimos lo que le pasa a esta señora con claridad meridiana: el que se pica, ajos come.
Hay líneas que no se deben cruzar si pretendemos que la UE siga existiendo, si queremos que nuestra moneda no desaparezca. Los alemanes lo deberían saber bien, todos los demás países de Europa e incluso EEUU lo demostramos durante una dura posguerra regada con el Plan Marshall. Favor con favor se paga, decimos también por aquí. A continuación, opiniones de señores que saben lo que dicen casi tan bien como el Refranero.
Paul De Grauwe, liberal de la London School: "podemos seguir fingiendo que Grecia va a pagar todo, pero es una equivocación seguir negando la realidad e insistir en las moralinas, en que Grecia debe ser castigada. El Grexit tendría implicaciones limitadas a corto, pero a medio plazo supone un giro coperniano: es como decirle a los mercados que la eurozona es un arreglo pasajero, y que cuando la próxima recesión rompa contra las costas de Europa ya pueden ir buscando el siguiente candidato para salir".
Barry Eichengreen, Berkeley: "la reestructuración es imprescindible y sucederá".
Ken Rogoff, Harvard: "el día del reconocimiento es solo cuestión de tiempo".
Athanasios Orphanides, exgobernador del Banco de Chipre: "sus últimas propuestas (de la eurozona) parecen más diseñadas para evitar un problema político en Berlín o Madrid que para resolver las dificultades de Grecia. La saga griega es la constatación de que la confianza en el proyecto europeo se ha esfumado por una combinación de intereses nacionales, de relato moral y del resurgir de los estereotipos".
Simon Wren-Lewis, Oxford: "Grecia, sencillamente, no puede alcanzar un superávit presupuestario del 1% este año. En medio de una recesión, pedir más austeridad es contraproducente después del desastre de estos últimos años, es increíble que sigamos por ese camino".
Charles Wyplosz, Graduate Institute: "la imposición de más recortes demuestra lo lejos que están los gobiernos europeos de asumir responsabilidades por graves errores del pasado. Una ronda adicional de recortes empeorará las cosas. No aprendemos: este no es ya un debate económico, sino político y plagado de tabús".
Angel Ubide, Peterson: "sería más lógico pedir equilibrio presupuestario este año, con metas más ambiciosas en adelante. Y acompañar esa concesión de la promesa de reestructurar a condición de hacer reformas. Eso es fácil de decir, pero menos fácil de hacer para los ministros del euro".
Kevin O´Rourke, Trinity College: "si los acreedores fueran serios en las metas fiscales y la resstrucutración no estaríamos hablando otra vez de Grexit, no habríamos perdido el tiempo".

Dimistris Stratoulis, Ministro de Seguridad Social Griego: "si nos obligan a dar el gran "no", las dificultades durarán unos meses (Atenas prepara una hipotética vuelta al dracma), pero las consecuencias serán mucho peores para Europa".

Cosas de mi abuela


Mi abuela Manola era de una aldea gallega a la orilla de la Ría de Ferrol, hija de un guardagujas, huérfana de madre demasiado pronto, con una madrastra que no la debió querer nada y una sola hermana de entre todos los que eran, muchos, Pepita, con la que caminar en la vida, hacer planes, reñir y finalmente quererse. Durante la guerra, como cualquiera otra adolescente, gustaba de ir a la fiesta y tontear con los chicos de la zona. Tenía ya un oficio, era modista, siempre  me contaba cómo la obligaban a coser trajes para los soldados, que no le gustaba un pelo, nunca le gustó que la gobernaran. Pero supo sacarle tajada a eso, le metía cartas a mi abuelo en la sisa, que supongo que luego el descosía para leerlas, y de aquellos juegos procedemos unos cuantos.

La posguerra no debió ser lo más duro, fue dueña de una tienda de ultramarinos en la que debió trabajar mucho, de donde su hijo le cogía plátanos sin pedir permiso y mi madre no, que no le gustaron nunca. Ya de abuela fue una mujer muy comunicativa. Contaba historias sin fin, se sentaba a tu lado mientras comías lo que te había mantenido caliente hasta que llegases de clase y hablaba, hablaba. Me acercaba a mi origen, por lo menos al que ella creía que era. Era muy vehemente en sus opiniones, que tenía y en abundancia (abondo, eso). Sin ser una persona que hubiese estudiado más que para salir del analfabetismo, había aprendido mucho de su época, transmitiéndolo al todo el que tuviese la tarde libre.
 Recuerdo especialmente la época en que España miraba por entrar en la OTAN, en la CEE, y dar el paso de ser parte de grandes grupos internacionales. Mi abuela era totalmente pro OTAN y pro todo lo que significase pertenecer a algo importante. Basta de miserias, decía. Si otro loco se alza en el poder, ¿quién lo parará? Mejor cola de león siempre, decía. 
Pienso mucho en ella estos días, estaría preocupada por los griegos, porque todos se puedan equivocar y esto termine de mala manera. Ella les diría que hiciesen todo lo posible por quedarse, que no eligiesen estar solos, que no se juntasen con malas compañías. Que no se pusiesen en peligro.
 Pero claro, ¿qué sabe una aldeana de ría de todo esto? Ni ninguno de nosotros. O sí.

Con un poco de mala suerte, todo es posible

Mi protagonista de hoy tiene nombre, pero me lo voy a ahorrar. Es topógrafa, ejerció durante tiempo y gracias a ello mantuvo a sus dos hijos tras mudarse de ciudad al separarse de uno de esos machos sin cojones. De pronto, la empresa cerró. De pronto, un mal día no se sintió bien y el médico le dijo que tenía una enfermedad degenerativa, incurable. Tuvo que ceder la custodia de sus hijos al macho, tuvo que irse a vivir con sus padres. La casa en la que un día habitó con sus hijos está vacía, el destino los separó y los largó de allí. De cómo les va a los niños con el macho no sé nada, supongo que la sensación de victoria sobre la ingrata que lo abandonó supo bien durante un tiempo y ahora la rutina habrá normalizado esas vidas. En cuanto a ella, sigue enferma y mantenida por sus padres jubilados.
La mierda planea sobre nuestras cabezas, no sé si es cuestión de manejo de capote o purita suerte que te asignan los astros al nacer, lo que está claro es que la vida se puede torcer de pronto y que de algunas es bastante complicado salir. En estas fechas tan lúdicas que nos abochornan a base de olas de calor, os invito a pasarlo aún mejor de lo que teníais planeado, a empezar a ahorrar para ese proyecto que veis cuando cerráis los ojos pero con el que no os habéis atrevido hasta ahora, a buscar para encontrar, a amar para ser amados, a mirar adelante, a aprender de lo que quedó atrás, a vivir. ¡A vivir!

¿Habrán vuelto Aslan y su perro a su hogar sirio?

24.9.15
Aslan es sirio. Además, es adolescente, y todo ello en pleno 2015. Refugiado en una isla griega, se ha pegado una paliza de quinientos kilómetros para llegar allí, cargado con una mochila y un trasportín.
Los que ya hemos sido adolescentes sabemos lo dura que es esa etapa: tu cuerpo te la juega y no lo sientes tuyo, tu cabeza va a su bola y tu boca también, ambas te dejan en evidencia constantemente. Las hormonas se ponen a bullir y llega el descontrol absoluto, mientras uno se esfuerza por que parezca que lo tiene todo controlado y que en realidad nació sabiendo. Un día te gusta un chico, al siguiente otro, y eso te lleva a cometer los actos más inverosímiles y absurdos. Así transcurrió la adolescencia de mi generación, entre granos, hombreras, flequillos cardados y tontería por garrafas.
Cuando Aslan tenga mi edad no podrá escribir un párrafo como el anterior. A él le ha tocado una guerra. Viaja sin adultos huyendo de su país, y en vez de dejarse llevar por sus hormonas tiene que pensar lo que va a comer y dónde dormir. Lo bello de la situación de Aslan es que no está solo: viaja con su perro. “I love this dog”, dice cuando le preguntan qué hace cargado con el cachorro tras tantos kilómetros andados. Hace descansos, lo saca del trasportín, le da agua, comida. El argumenta que lleva todo lo necesario y que no es una carga para nadie, mucho menos para él, porque hubo quien le dijo que no podía llevárselo. Quien dijo eso no sabe lo que es el amor por un animal, ese sentimiento tan fuerte que solo lo sabe quien lo ha vivido, ese derretirse por dentro cuando te mira y te sonríe a su manera, ese puntal que pone en tu vida su dependencia de ti. Apuesto lo que sea a que Rose, que es como se llama el cachorro, mira a Aslan y consigue que éste olvide que no están en casa, que se encuentran solos en suelo extraño, que para que alguien los ayude se suceden reuniones y cumbres sin que nada cambie y ellos tienen que seguir cargando con su botella de agua, su mochila y su trasportín un día más, que hoy van a comer menos que ayer, que no entiende lo que le dice la gente cuando le habla, que no saben cuándo acabará esta situación, que cuando todo acabe nada será igual que antes.
Los perros tienen ese poder, y muchos más. Yo también amo a tu perro, Aslan. Al tuyo y a todos.
Os presento a Aslan y a Rose:

Rogelio, nombre inventado para un tipo muy real

Rogelio debe rondar los cincuenta años. Es una especie de punki venido a menos, que conserva los aros en las orejas pero que perdió la chulería a base de estacazos. 
Está divorciado dos veces, la primera de la madre de su hija y la segunda de un mozo extranjero que logró la nacionalidad gracias a él y luego lo dejó plantado y arruinado. Según parece, tras divorciarse de su mujer cayó en la cuenta de que lo suyo eran los tíos, quizá pensó entonces que la felicidad llegaría a su vida pero no, no fue así. En lugar de ello apareció el esperpento: se casó sabiendo que había un trato pero también porque el mozo sin papeles le prometió amor. Ese amor se tradujo en la pérdida de las dos casas que tenía, una de ellas a manos de un banco, en una cola de deudas, en facturas de abogados, en noches de desvelo y la más absoluta soledad. Hay muchas formas de vivir la vida y me parece que la de Rogelio es de las que van restando años y salud. No queda aquí la cosa, claro. Todos sabemos que la desgracia es una de esas marranas que se ceban. Parece ser que ha sido abuelo por sorpresa, y digo esto porque se enteró cuando ya había nacido el pequeño. El no haberlo sabido antes le hizo sospechar. Comenzó a investigar, hizo averiguaciones, algo que en el pueblo no le resultó difícil. Imaginad su cara cuando supo la verdad: el padre de su nieto es su ex. Vamos, que la chavala se ha zumbado al ex de su padre, que ahora es el padre de su hijo. No sé si queda claro.
Los culebrones, sean nacionales o extranjeros, no llegan ni a la suela del zapato de Rogelio. Supongo que, cuando la vida te da estos zarpazos, lo que te queda es contarle tu ruina a la primera desconocida que escucha, que en este caso he sido yo. Rogelio me puso los pelos como escarpias y me hizo amar la normalidad que algunos llaman aburrimiento. Hay cajas que es mejor no abrir. Que se lo digan a Pandora. Y a Rogelio.

En un bar gallego

Mi protagonista de hoy tiene uno de esos nombres que son apelativos cariñosos nada relacionados con el nombre real de la persona. No lo recuerdo. Sí puedo contaros, sin embargo, que tiene 81 años y que sus últimos doce meses han sido particularmente difíciles: sufrió la amputación de un pié y parte de la pierna por problemas de circulación; cuando ya había aprendido a andar con una prótesis, enviudó de su compañero de toda la vida, regente de un bar antaño especializado en vinos y convertido hoy en un cementerio de botellas. Es uno de esos bares con escudos colgados de las paredes, mobiliario de más de cien años, humedades en los rincones, una barra enorme y uno de esos expositores refrigeradores que ya nadie enchufa y que se han llenado de enseres que no necesitan que nadie lo haga. Y en ese bar la he conocido.
Esa señora tiene una expresión llena de ternura y atiende con esfuerzo la barra del bar familiar. Cuando se le acaba el barril mira la espuma que sale del grifo contrariada y le pido enseguida que me dé un botellín: no puedo ni imaginarme lo que llegaría a ser verla luchar con el tonel metálico y pesado, lo que, no me cabe duda, hubiese hecho si no me empeño en que me dé cerveza envasada.
Me habló de tiempos mejores en esta ciudad. Qué más da cuál, si en todas hay historias parecidas. Contaba cómo, hace más de veinte años, personalizaban los bocadillos dependiendo de la procedencia del soldado que lo pedía: si catalán, le untaban tomate en el pan; si andaluz, aceite. La señora reía repasando las anécdotas que vivió su bar en décadas ya pasadas y critica sin desazón y con energía la situación actual, incluyendo la desidia de sus hijos, cuya salida laboral, inexistente, tampoco parece ser que pase por explotar seriamente el negocio de sus padres. Demasiado duro, demasiado visto, no lo sé. Ella lo abre por las mañanas, es su motivación diaria, y con esfuerzo pero decisión arrastra el chirriante pié de plástico sola, esperando clientes, con la tortilla caliente y el barril a punto de terminarse. Su hijo, que cerró el día anterior, debió considerar que nadie iría a la hora del aperitivo y no le dejó cambiado el barril a su madre.
Resultó que sí fuimos. Me gustó enseguida esta mujer que me hizo echar de menos a mis abuelas. Esa sabiduría acumulada al cabo de los años y a fuerza de verdadera superación me falta a veces. Me fascina cómo hay personas que, tras tanto vivir, mantienen un pensamiento fresco y joven, práctico, realista y adecuado a los tiempos que corren.
Al rato de todo esto que os cuento, charlando con otra persona del barrio, supe que el marido fallecido era un maltratador. Me declaro fan de la capacidad de esta señora para salir adelante, esa resiliencia que seguro que ella ni sabe que existe pero que le brota por todos los poros. La admiro profundamente.

Día de la Lotería de Navidad, 2015

Hay muchas historias que podría contaros hoy: la de la chica que contenía el llanto frente a las cámaras mientras la entrevistaban tras tocarle la lotería, recordando lo mal que lo ha pasado económicamente estos últimos meses, o la del tipo que tuvo que salir a la caza del número que su mujer soñó durante la noche del 20 y que, atención, tocó (000943), o la del tipo que en la barra del bar comentaba que él también llevaba un décimo comprado en Roquetas, pero en otra administración, menudo susto. Sin embargo, no van a ser esas. Además, os debo una. Esta.
Voy a hablaros de un español que emigró, que seguramente no jugaba a la lotería porque no volvía a casa por Navidad. Fue de los que marcharon a los países más libres de Europa en los tiempos en que en España el luto duraba toda la vida. Este señor en concreto se fue a Suiza, cerquita de la frontera con Francia, tanto que los paseos vespertinos consistían en ir a por filetes, que estaban a mitad de precio, a la nación gala. Pertenecía a una generación en general menos formada académicamente que las que poblamos ahora las redes sociales, y sin embargo eran grandes trabajadores y les querían y cuidaban en sus empresas, lo que no estaba nada mal si lo pensamos bien. Que levante la mano el que considere hoy que su empresa le trata no ya como de la familia, sino bien. Nadie. Y eso tras tanto estudiar. Sin comentarios.
En fin, nuestro personaje de hoy estuvo muchos años en ese país, supongo que pasó momentos de todo tipo aunque tengo un dato que me hace creer que ni tanto, sospecho que fue un hombre sencillo y hasta simple. Me lo imagino vestido de pana marrón, con boina, bigotudo y fan de las buenas mozas. Falleció hace pocos años y descansa en su tierra española, la que lo vio partir, la que vivió su ausencia, la que lo sintió regresar, la que lo abriga ahora y la que lo recuerda sin saberlo. Sin saberlo, sí. Este señor inspiró un personaje de ficción muy conocido en nuestra España más cañí. ¿Cómo? ¿Quién?, os preguntáis sin duda. Resulta que, en aquellos paseos por la frontera franco-suiza, coincidía con José Luís Moreno. Sí, sí, ese señor que habitó los programas de fin de año durante décadas y que gusta de meterle la mano por la espalda a muñecos. A uno en particular. El protagonista de hoy es… ¡Macario!

"Flaqueo" (extracto)

"Pasma pensar cómo cambia el sentido de las palabras en función del estado de ánimo en que las recibimos.
Me duele la tripa solo con pensar en la misma ausencia y reducción a casi la nada que estaba deseando encontrar hace unos días. Lo pedía a voces, y ahora no puedo soportarlo.
Sospecho que la culpa la tiene el hábito. Es como el mono de un fumador. Sabe que se está alejando de algo perjudicial para él, sabe que es eso lo que hay que hacer, pero no puede evitar temblar al pensar que no se fumará ese cigarrillo, que no lo tendrá entre sus dedos, que no lo prenderá con el mechero ni lo estrujará contra el fondo de un cenicero. Pues igual me siento. Sé que es lo mejor para mí. Lo sé porque escuchar “quiero que te pires”, “no me interesas lo más mínimo”, “ya tengo sustituta, solo estoy esperando a que surja la oportunidad”, “quien a hierro mata, a hierro muere”, escuchar eso no puede ser bueno para nadie. Cómo es posible portarse tan mal con alguien con quien has pasado tiempo, compartido vida, con quien has reído, follado, discutido también, y a quien dices haber querido. Cómo se puede, tras todo esto, terminar vomitando semejantes necedades. Me pregunto qué alma se deja llevar hasta convertirse en articuladora de esas acusaciones. Cómo ha de ser la vida de alguien para que termine responsabilizando de sus propias frustraciones a quien más está. Qué camino ha de haber llevado. Cuán seguro de sí mismo, o inseguro, que a veces se confunde esto, para sentirse con patíbulo para lapidar con palabras.
Sí, tengo monazo, es culpa de esta casa, de estas calles, de estos horarios, de que no se pueda rehacer una vida en un rato. Miro y remiro para adentro pero de momento creo que solo hago aguas y nada más".

Mi perra Txispa

Reflexiono sobre el amor y recuerdo aquella vez. Falté días de mi casa, dejando a mi perra Txispa, a la que algunos recordaréis, en otras manos. Al comentar a mi padre que tenía ganas de regresar me dijo: "si algo puedo asegurarte es que es la perra la única que te echa verdaderamente de menos". En el momento no tuve claro si el comentario me gustó o no.
Con el tiempo lo he entendido. Txispa me quería como hay que querer. Con bondad incondicional: me observaba con fruicción y me comprendía, vaya que si me comprendía, a niveles cósmicos y cada día un poco más. Me quería con compasión: si me veía sufrir me cuidaba, me acariciaba, me daba calor, me hacía sentir acompañada y querida. Me quería con alegría, celebrando varias veces al día, todos los días de su vida, que me quería. Por último, me quería con libertad. 
Me pasma un poco llegar a la conclusión de que mi perra practicaba el amor verdadero. La imagino toda zen, en la posición de loto, aprovechando cuando yo no estaba y luego disimulaba haciendo alguna gamberrada para no ir de intensilla. Creo que nunca me habló para no matarme del susto, pero sobre todo porque no le hacía falta hablar. Y estoy profundamente convencida de que fue un modelo, del que sigo aprendiendo, muchos años después de su muerte. Una de las mayores lecciones sobre cómo amar que he recibido en mi vida me la dio una boxer. Normal, entonces, haber llegado hasta aquí.

14 de febrero de 2016